jueves, 13 de febrero de 2020

LE DI PERMISO.

Sí, le di el control de mi cuerpo,
No bastó ni un solo parpadeo
Para que comenzara a besarme el cuello,
Mientras inconscientemente derramaba finas gotas de quina que se empezaban a alojar en mis recovecos.
El incesante sonido del segundero se sincronizaba con cada inserción de su miembro.
Me estaba desnudando de par en par, sin sentir el más mínimo remordimiento por abusar de su autoridad.
Ya estaba sometido a sus encantos, 
no tenía más remedio que aferrarme a su espalda sudorosa y trazar en ella, 
la evidencia de un gustoso placer que me hacía convalecer con cada roce de piel.
El acto continuaba con intensidad, y 
en pleno deleite tuvo la osadía de susurrarme sus manías al oído, 
aunque ahí fue interrumpido por un espasmódico gemido, que le hizo apreciar la humedad 
que emanaba de los rincones más profundos e imperceptibles de mi ser, 
aumentando el compás de nuestro regocijo, 
que se teñía de una oscura perversidad que nunca había sido contemplada jamás.

La noche se estaba consumiendo, nosotros nos frotábamos a la luz de ella, 
íbamos a nuestro ritmo, al ritmo de dos amantes furtivos, 
con dos cuerpos fundiéndose a término medio en un clímax repleto de besos. 
Mi corazón latía sin cesar mientras ella desmenuzaba lo poco que quedaba de mi castidad. 
Ya se estaba adentrado en mi ser, la miré como una presa que contempla su finiquito, 
pues ella era mi finiquito, todos sabían mi destino, y ella, 
con un inquebrantable vigor dejó hasta en la última penetración 
unas imborrables huellas de amor; 
el vino atestiguó lo que había ocurrido en aquella habitación, 
y no tuvo otra opción que embriagarse a medida que hacíamos el amor.




Autor  
Antonio Carlos Izaguerri

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