Sí, le di el control de mi cuerpo,
No bastó ni un solo parpadeo
Para que comenzara a besarme el cuello,
Mientras inconscientemente derramaba finas
gotas de quina que se empezaban a alojar en mis recovecos.
El incesante sonido del segundero se
sincronizaba con cada inserción de su miembro.
Me estaba desnudando de par en par, sin sentir
el más mínimo remordimiento por abusar de su autoridad.
Ya estaba sometido a sus encantos,
no tenía
más remedio que aferrarme a su espalda sudorosa y trazar en ella,
la evidencia
de un gustoso placer que me hacía convalecer con cada roce de piel.
El acto continuaba con intensidad, y
en pleno
deleite tuvo la osadía de susurrarme sus manías al oído,
aunque ahí fue
interrumpido por un espasmódico gemido, que le hizo apreciar la humedad
que
emanaba de los rincones más profundos e imperceptibles de mi ser,
aumentando el
compás de nuestro regocijo,
que se teñía de una oscura perversidad que nunca
había sido contemplada jamás.
La noche se estaba consumiendo, nosotros nos
frotábamos a la luz de ella,
íbamos a nuestro ritmo, al ritmo de dos amantes
furtivos,
con dos cuerpos fundiéndose a término medio en un clímax repleto de
besos.
Mi corazón latía sin cesar mientras ella desmenuzaba lo poco que quedaba
de mi castidad.
Ya se estaba adentrado en mi ser, la miré como una presa que contempla
su finiquito,
pues ella era mi finiquito, todos sabían mi destino, y ella,
con
un inquebrantable vigor dejó hasta en la última penetración
unas imborrables
huellas de amor;
el vino atestiguó lo que había ocurrido en aquella habitación,
y no tuvo otra opción que embriagarse a medida que hacíamos el amor.
Autor
Antonio Carlos Izaguerri
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