Dulce renacer
el mío,
cuando
sigilosas, tus manos en guantes
su andar no me
niegan;
y rodeando de
mi cuello y vientre su mundo,
en tus
pacificas o salvajes embestidas
fustigas las
cavidades mías,
entonces,
sustituye de las venas el rojo río
una carga de
embriagado erotismo;
y sin notar
que lo sé, en la voz del silencio
soy tuyo.
En el acto,
tantos encuentros
al impacto,
forman tempestad las pieles,
la mía,
errabunda del vocabulario mudo
de aquella
turbia droga de gemidos;
la tuya, con
formas de desierto,
dunas que no
horadará el viento,
que dé un
paso, uno solo, mis manos
tienen la cima
de las montañas bajo tu cuello.
Más luego,
cuando en un instante tus pies
son
mediodía,
al próximo son
ya anochecer en tus muslos;
y en una sola
pira de dos bocas unidas,
en la soledad
de su fuego, dos lenguas son brazas
al universo
vibrando escondidas.
Me
arrastras entonces, en desbocada cabalgata
dejando mi
pudenda paganía en tu vientre,
moviéndome
cual viento de rumbo incierto,
mientras tus
manos ocultas aún y siempre,
a mis costados
cual garras agolpadas,
comen mi
dulzura, devoran de mi sed el velo;
justo cuando
quemas, penetras, tu amada,
dominante
corcel bajo mis piernas.
Autor
Antonio Carlos Izaguerri.
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