Bajo la luz menos cruel de mi Tierra
(cansado pero palpitante).
Sobre su sombra más clandestina
(en soledad pero no vació)
Su mirada de tierra húmeda
se alza al borde el silencio
para hacerlo trizas a golpe
de las partituras que germinan
entre la maleza de su alma.
Derramando revelaciones del sigilo
en astrales muros y plazas,
en espalda de salitre y tobillos de nácar.
Melodías hiladas
a cotidianos abismos
de cal, especias, ventanas.
En las que interrumpe la lucha
al dolor que habla.
Y cuando el día
se endurece entre sus brazos
y los gorriones pretenden
picotear sus ansias,
él les entrega
mijos de sueños inalcanzables.
Y estrechando, entones,
los dedos del vagabundo,
temblorosa, la lluvia
(exhausta y conmovida)
comienza a romperse en pedazos.
Y encuentra el esencial legado
que solo unas manos vacías y errantes,
un alma insondable pero rebosante,
alcanzaría en un solo vuelo a descubrir;
a lo largo de la anciana llanura
(en la cúspide de la niebla oscura),
en lo más profundo del ombligo,
(al final del torpe verso amigo)
en el aplastante tránsito de un segundo
(en el disparatado interior del momento rotundo)
y respirando con quietud
el cálido aliento de entre los limoneros,
la calma ilimitada de todos los instantes,
se asoma al abismo horizontal
de entre su piel y sus horas.
Y mirando, del vació, hacia dentro,
es capaz de recomponer
la perfecta tersura del silencio
oscilando en sus ojos.
Puñados de arenas, brasas y brisa.
Tardes cayendo entre amapolas amarillas,
caminos perpetuos, sin prisa,
Y allá en el horizonte…
Estelas de secas orillas.
Del inquebrantable sentido pleno
en cada charco que pisa.
y mirando de noche, hacia arriba,
un firmamento repleto
de quebrantos amargos y doradas risas.
Y anudado a su pecho
una bandada de sueños vencidos
cargados de humilde dicha.
Autor
Antonio Carlos Izaguerri.
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