Llovía como si la noche quisiera inundarse,
unas manos surcadas y frías de la humedad,
comenzaron a palpar lo poco que tenían,
mientras yo sostenía en las mías,
más de lo que merecía.
Apresurada con la mirada más profunda
que mis silencios han visto,
aquella mujer se adelantó al relámpago
que cayó, justo después
de entender su lejanía.
No era una enfermedad ni la lluvia,
lo que hacía mojar sus rostro,
no era el encierro ni la penumbra,
no era nada, ni tan siquiera
el dolor más hondo
que dejara una despedida.
Porque hay tanto, que el corazón
escribe, mientras se inundan los ojos,
aquella mujer de lunas y de ancestros
guardados,
cargaba con todo y con nada,
era sólo ella
y su fe, puesta en los milagros.
Cosiendo los últimos despojos de su sueños,
amasando las últimas horas de sus años,
vistiendo las pocas rosas que le quedaron,
rogando al cielo vivir por amor
la vida mal vivida
en esta tierra, parida de tiranos
que le han dejado guardando en sus manos,
lo poco que alcanza para alimentar,
tanto amor desamparado.
Autor
Antonio Carlos Izaguerri.
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