La hambruna amputa la idea,
y recupera el instinto,
para llenar el vacío,
de las mentes y los cuerpos,
y no hay un mayor deseo,
que vivir a cualquier precio,
sobreviviendo a la nada,
retando a los elementos.
Huera se queda la voz,
que se resume por dentro,
como un fallido altavoz,
que en silencio queda yerto,
a borbotones la sangre,
quiere salirse del pecho,
y el suspiro queda ausente,
reprimido en sus adentros.
Los ojos como luciérnagas,
ven que la vida se aleja,
la esperanza en las pupilas,
por el hambre estremecida,
aún así se ve el reflejo,
de la ansiedad que titila,
la mirada huye y se esconde,
mira en derredor con miedo.
El aire se torna espeso,
huele al sudor de los huesos,
a las carnes agrietadas,
a la piel, como de cuero,
y el viento en contra frenando,
acelerando el aliento.
Hay un temblor invisible,
de temor vivo y siniestro.
Los pies de plomo se han vuelto,
sobre los hombros el peso,
mitad tragedia y deseo,
el horizonte se aleja,
de los pasos descompuestos,
y una fuerza, como un torno,
remueve los sentimientos,
siente un gigante resuelto.
El aire se torna espeso,
huele al sudor de los huesos,
a las carnes agrietadas,
a la piel, como de cuero,
y el viento en contra frenando,
acelerando el aliento.
Hay un temblor invisible,
de temor vivo y siniestro.
Hay confianza en sus ojos,
incertidumbre en los gestos,
y una esperanza se gesta,
por la fuerza del deseo.
Autor
Antonio Carlos Izaguerri
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