he regresado a nuestra casa
-tú, ya no estabas allí-,
y he encontrado en los cajones
todos tus besos, todas tus frases
y todos tus rostros.
Envuelto en recuerdos me he dejado llevar
hasta aquellos días de espuma y de sal,
aquellos días en los que escuchábamos
a las estrellas fugaces deslizándose en el cielo
y me he debatido entre mis diferentes vidas
y mis inevitables muertes.
Recordé aquella noche, tú dormías plácidamente
rodeada de nubes grises y sábanas de seda,
me alejé lentamente
en medio de la luz lunar -cálida y radiante-.
Y aquella noche fui feliz.
Aquella noche pude morir en paz.
Esa tarde no descansaron ni los domingos,
todos huían de las punzantes gotas de lluvia,
yo me quedé con el trueno y el relámpago,
en medio de la tormenta fría y desapacible.
Y aquella tarde no quise mirarte.
Aquella tarde pude morir de dolor.
Aquel amanecer el aire trajo secretos y dudas,
el ambiente parecía hostil y el odio se palpaba…
no pude escuchar tu corazón,
fui el objetivo de la oscuridad de tus ojos
y aunque debía haberlo hecho, no pude huir de ti.
Aquel funesto día pude morir por ti.
Esa última mañana fue esquiva,
oscura, desagradable, sin tiempo…
Ya nada sería igual y de alguna manera
tu último rostro no me gustó absolutamente nada.
Esa última mañana perdí la esperanza,
pero encontré la manera de vivir sin ti.
Autor
Antonio Carlos Izaguerri
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