Este el consabido paisaje: profundas flechas de miedo,
peces como cadáveres alineados, de pie,
en el crepúsculo denso de la ciénaga,
rabioso acero de ojos en la nocturna pudrición de la piel.
Si amoldaras tu cuerpo a los pliegues que arrugan
la superficie de la noche;
si insinuaras tus dedos en las minuciosas fracturas
en las que muerde el hedor fetal de las raíces,
entonces te quedarías recogido en ti mismo
en la espera dilatada entre vigilia y vigilia;
entonces te quedarías sin carne y sin venas,
la calavera amagando una risa sin dientes
y los hundidos cráteres de los ojos sin luz.
Un hosco silencio te estremece
y el recuerdo de las lluvias retumba en los cauces
y se vuelve tiempo el sigiloso latir de los presagios
y la fabulosa arquitectura de la mano está en el tiempo.
Autor
Antonio Carlos Izaguerri.
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