Caminaba por el cerro rumbo a la playa-. Hasta el aire aquí
es como diferente, la brisa es húmeda, salada y tiene olor a eucalipto. Incluso
a veces, cuando ando por acá, me olvido que la ciudad está atrás mío, con toda
esa gente que está guardada en sus casas o en el mall. Me da miedo cuando
imagino como sería que toda la gente de Concepción esté junta en un mismo lugar
al mismo tiempo, sería asqueroso, algo imposible de ver. Por eso vengo para
aquí, para escaparme un rato de esos pensamientos y sentirme libre.
Me gusta ir en silencio para no perturbar a los árboles,
aunque igual en ocasiones –lo admito- los despierto con un abrazo y me robo un
poco de su alma. Mi amiga, con la que siempre voy a ese lugar me contó que
abrazándolos uno podía sanarse. Ese día no lo dudé ni un minuto y partimos los
dos a abrazar al mismo árbol que –desde aquél día- siempre abrazo cuando voy
para allí. Yo creo que ya tenemos una relación especial, algo fantasioso y
platónico entre un árbol y yo.
El silencio allí es ensordecedor y el bosque invita a
perderse en su soledad, aunque a veces es complicado deshacerse de las trabas y
el miedo para ser feliz un ratito, siguiendo esas corazonadas lobunezcas,
instintivas, que nunca fallan. Un día lo hice y me desvíe del camino, me metí
entre las ramas y llegué a un barranco con dirección al mar. El lugar estaba
repleto de árboles gigantescos de esos que no se ven en la ciudad, el suelo
estaba lleno de hongos morados y la brisa era tan fuerte que podría haberme
sostenido -si me hubiese ubicado al borde del barranco- sin dejarme caer al
mar. En mi mente he vuelto allí unas mil veces, me he sentado justo en el
barranco a mirar el océano infinito y he sido feliz.
Todo allí es bonito, menos las realidades. Camino alerta
pensando en las almas que pueden estar rondándome e intento entender a los que
han ido a buscar allí su muerte viendo el mar, en silencio, solos y felices
–aunque el suicidio sea algo más bien ‘triste’-, dando un último respiro con
olor a eucalipto y sabor a sal, un último adiós a la existencia.
Yo también iría a morir ahí, cuando me harte de seguir
intentando ser –lo que se espera que sea-. Camino y pienso en que lo único que
me ata a la vida es que desconozco si puedo seguir reflexionando estando en la
muerte. No sé si podría morir para siempre así, quizá la muerte sea una suerte
de ‘liberación’ para ya no pensar. No lo sé, pero al final mi mente siempre
vuelve a mi cuerpo desplazando aquellos pensamientos.
Inhalo profundamente llenándome de bosque, abrazando el
momento con todas mis fuerzas. Una dosis de absurda fantasía me llena por
completo liberándome de realidades ajenas y propias, de problemas de primer
mundo, de desolaciones e incertidumbres. Soy feliz como la felicidad misma,
nada equiparable, no necesito a nadie, solo a mí. La ciudad me hace olvidar
aquello –creando necesidades innecesarias-, por eso siempre es bueno volver
donde uno pertenece.
Así pasaba mis días, sumido en una realidad que consideraba
ajena. Viviendo con normalidad en una ciudad que no me llenaba, con personas que no me comprendían. A veces,
para no sentirme tan fuera de lugar me gustaba pensar que a todos les pasaba algo
similar y que en el fondo esta ‘simulación’ de un yo ireal es la forma que
tenemos de comunicarnos, porque si fuese de otra manera, quizá terminaríamos
todos cansados –por no decir locos-, intentando entender realidades
diametralmente opuestas –esas que se desarrollan solo en la mente y que de allí
no salen-.
Muy a menudo cuestionan mi forma de ser, tanto que ya me
acostumbré y aprendí a callar o a dar respuestas que dejasen tranquilo al otro,
aunque más lo segundo que lo primero. Al principio me sentía incómodo conmigo
mismo porque no lograba darle al resto lo que buscaban, no podía darles
conversaciones livianas porque mi mente siempre andaba divagando en otras
partes y a veces aquellas no me hacían reír, al contrario, hacían que me
preocupara. No podía decir cosas bonitas si no me nacían, ni dar afecto a quien
lo necesitase; no lo sé, es como si todo se desarrollase solo en mi cabeza,
como si yo solo existiese allí y allí fuese amorosa y comprensiva.
Los días siempre son iguales, aparentando ser una especie
similar a todos, anhelando mi pieza, mi cama, mi silencio y mi mente, sabiendo
que a la noche podré mirar las estrellas sola, sin necesidad de romper el
silencio -porque para algunos es incómodo-.
No sé si tengo una parte preferida del día, creo que la
mejor parte es cuando se convierte en noche y la luna se asoma a lo lejos
tímida aunque haya estado allí en todo momento –oculto- intentando pasar
desapercibida.
Tengo la costumbre –cuando la noche llega- de sentarme en
la terraza a mirar las estrellas tomándome un café y dejándome llevar por
cualquier tipo de pensamiento, que luego me deriva a otro y así sucesivamente.
No me gusta cuando en el día ocurren cosas que en la noche me perturban, siento
que es un desperdició de tiempo, más aún cuando la noche se me hace tan corta y luego falta
tanto para que sea de noche nuevamente.
Así ocurrió un día, cuando lo vi a ella por primera vez
sentado en la última fila en un cine. Desconocía su nombre y su voz, desconocer
esto último era lo que más me llamaba la atención. El misterio. A pesar de
estar en ocasiones muy cerca, nunca la había visto. No sabía que pensaba, ni
quien era, pero no saber que pensaba era lo que más me gustaba.
Los sábados transcurrieron de la misma forma. Debía salir
de mi casa con media hora de anticipación, caminaba cinco minutos para llegar
al bus. Lo tomaba. Me bajaba y caminaba diez minutos hasta el cine, llegaba a
la sala y me sentaba en cualquier sitio, eso variaba dependiendo de la entrada. Pero ella siempre estaba en el mismo sitio,
daba igual la película. Me gustaba no tener la incertidumbre de tener que
buscarla por la sala, porque siempre estaba allí, seria, mirando hacia la
pantalla.
Podía reconocer en él algo que había también en mí. No sé
si era silencio, soledad, indiferencia o misterio, pero algo había que me
gustaba. La imaginaba sentado junto a mí en el barranco junto al mar
disfrutando de una conversación llena de todo pero sin decir nada. Quería
conocerlo, aunque no tenía nada para ofrecer.
Pasé varias noches en vela bajo las estrellas pensando en
él y en su misterio. Imaginando en que podía estar divagando su mente y
pensando si era tan inquieto como la mía. Sin querer me encontraba idealizándola,
aunque de eso hablaré más adelante.
Pocas veces he sentido que encuentro mi sitio por un
periodo tan prolongado de tiempo. Estar donde estoy, me ha dado demasiado
conocimiento y sed de mucho, mucho más todavía. Es increíble como la mente no
se sacia y aun sin conocer algunas cosas, reconoce que las desconoce y tiene la
capacidad de descubrirlas e interiorizarlas. Lo admiro y me admiro por poder
también hacerlo, no sé qué sería de mí sin esto.
Pasé varios días triste, a mí alrededor ocurrían cosas que
no lograba comprender, acciones sobre todo. La gente que me aprecia tiende a
manifestarme –en estas ocasiones- lo ingenua y confiada que soy, eso me abruma,
porque me da miedo pensar en cuantas cosas malas voy dejando pasar sin darme
cuenta. Eso me hizo ver como uno termina creando cierto tipo de rutinas que van
validando lo que nos ocurre.
Por ejemplo cuando estoy triste –y creo que cuando pasa
esto, es porque de verdad estoy triste- espero a que sea de noche, salgo a la
terraza pero me quedo menos tiempo mirando a las estrellas, me da vergüenza ir
a llorarles así que luego de eso me encierro en el baño. Me siento en una
esquina y hundo mi cabeza en mis rodillas, lloro un rato en silencio hasta que
siento que me acalambro. Cuando me levanto y me miro al espejo mis ojos están
más verdes que de costumbre y la parte blanca se encuentra demasiado roja, las
mejillas se me ponen rosadas y no sé por qué, pero es el momento en el que más
hermosa me siento, destruida, vulnerable, solo soy, mientras me expreso. A la
mañana siguiente nada ocurre, en este mundo de apariencias pierde el que no
aparenta. De todas formas llegaba a la sala y estaba él, podía buscarlo con la
mirada y encontrarnos. A veces el me miraba y yo lo encontraba a él. El
silencio entre miradas, podría ser otro tipo de lenguaje.
Un día cualquiera me saludó, pasó como si nada, se dio la
vuelta haciéndome un gesto con la mano y yo solo sonreí. Lo encontré extraño,
pero algo en mí sabía que en algún momento sucedería, había algo astral entre
nosotros. No me pregunten como, yo solo lo sabía y luego entendí que él
también.
Aquella misma tarde me invito a dar una vuelta, caminamos
un largo rato por un parque. Nos sentamos en una de las bancas y nos contamos
nuestras vidas. Es raro cuando uno decide conocer a alguien, los silencios se
hacen más largos y el tiempo pasa más lento. Decides que parte de tu vida
contar y cual omitir, intentas sacar partido de lo mejor de ti y hablar más que
de costumbre. En resumen, seguir aparentando, pero de una forma más obvia que
tiene un fin con un sentido con sentido.
No pude grabarme su voz, escuché con detalle lo que pensaba
pero me frustraba no poder volver a repetir en mi mente el tono de su voz. Sin
duda era suave y tranquila -parecida a la mía-, aunque un poco gastada. Ese día
no quería que la noche llegase, quería seguir conversando y escuchándolo.
Contándole sobre mí y saber todo sobre él, que se desbordase completamente en
mi regazo. Hablamos sobre nuestras familias, sobre su gusto por los caballos
como un instrumento para ser libre y sobre los lobos. A ambos nos gustan los
lobos. Él me preguntó qué era lo que me gustaba de ellos y le conté que la
forma en que se desarrollaban en conjunto, es decir protegiéndose los unos a
los otros, al dejar a los más ancianos adelante para que así todos fuesen a su
ritmo y ninguno quedase atrás. Luego le pregunté qué era lo que a él le
gustaba. Guardó silencio un minuto y luego me miró fijamente, había algo en su
mirada que me hacía sentir tranquila, como en casa, el sol le llegaba por la
espalda y parecía un ser iluminado, algo fuera de aquí, diferente. En eso me
responde y dice que el lobo era el único animal que podía sobrevivir solo. Tuve
que haber prestado más importancia a aquel detalle -con el pasar de los días
entendí que es importante poner atención a lo que las personas dicen, se puede
conocer bastante de esa forma-. Cuando anocheció me fue a dejar al bus, dimos
unas vueltas por la ciudad antes de llegar al paradero -a pesar de cualquier
calle me servía- y nos despedimos sin saber que desde ese día todo sería
diferente.
Me subí, pagué el pasaje, me senté como a la mitad de éste,
al lado de la ventana y descansé. Nuevamente podía ser yo, guardar silencio y
solo pensar. Me sentía contenta, me revoloteaban mariposas en el estómago y
repasaba en mi mente sus palabras, me había dicho que le gustaban mis ojos -a
pesar de que me lo dicen seguido- pero me gustó que él lo expresara, no sé por
qué, pero siento como que él no fuese de este planeta. A momentos dan igual las
palabras, solo depende quien las manifiesta, pensaba. No llegué con ningún tipo
de ilusión a mi casa, me sentí feliz por el regalo de ese momento y pensé que
todo quedaría así o se desarrollaría más lento. Sin embargo, al día siguiente
me pidió que nos viésemos de nuevo.
Sentía como todo en mí se alteraba, mi soledad, mis noches,
mi mente que ya no pensaba en lo difícil de la existencia sino que en la
belleza de vivir. Incluso mis estrellas me abandonaron, salía a observarlas y
estuvieron muchos días ocultas bajo una densa neblina, todo indicaba que las
cosas iban a cambiar, pero no lo vi o no lo quise ver en ese momento.
Al día siguiente, nos quedamos en la universidad y nos
dirigimos a unos pastos a recostarnos, estábamos en primavera pero con el
verano asomándose. Los días eran calurosos, pero aun así nos recostamos bajo el
sol. Recuerdo su polera azul y como ésta hacía que resaltara su hermosa piel
morena, sus ojos oscuros, su cabello con rizos negros y sus manos
increíblemente suaves con dedos largos, delgados y delicados. Ese día
conversamos de la tierra y sus conspiraciones, nos reíamos de que se le dijera
planeta en vez de redondeta, bueno yo me reía de eso y él se reía de mí.
Hablamos de la compatibilidad y el horóscopo, él libra y yo géminis, yo el aire
y él el ave que vuela en mí. Nos convencimos de ser compatibles, era obvio,
porque nos gustábamos y queríamos darle a la apariencia una apariencia que nos
satisficiera.
Nos conocíamos tan poco pero queríamos hacer de todo. Y yo
solo me dejo llevar porque hay algo en eso que me atrae en demasía, el soñar,
soñar junto a otro aun sin estar completamente seguro de que aquello pueda
suceder, porque creo que también se puede viajar en la mente, evocar momentos y
crear recuerdos, fantasías. Queríamos ir al río, a la playa, a la mina de
carbón, a parques, fueron tantos lugares que recorrí en mi mente junto a él. Le
comenté que estaba completamente segura de que el amor se creaba a través de
los momentos vividos, que sin momentos no existía nada. Me dijo que estaba en
lo correcto mientras asentía con su cabeza y se perdía lentamente en sus
pensamientos. Nos quedamos un largo rato recostados viendo las nubes pasar
lentamente sobre nuestras cabezas.
Estaba plenamente consciente de que cosas podía y no podía
hacer para arruinar el momento e intenté ser yo pero mil veces mejor,
rescatando lo bueno y obviando lo malo, notaba en él que también estaba
haciendo lo mismo, pero sin esforzarse y eso me gustó. Seguíamos recostados,
conversábamos a momentos y en otros disfrutábamos del silencio, me preguntó si
eso me molestaba a lo cual respondí que no, que me gusta pero que sabía que
habían personas a las que les incomodaba, me miró y me dijo que sí y que por
eso disfrutaba tanto el silencio conmigo. Ojalá le hubiese dicho en ese momento
que yo también lo disfrutaba con él.
Me contó sobre un lugar oculto en la ciudad, unas ruinas.
Estaba muy emocionado hablándome cuando noté en sus ojos ese brillo que
manifestaba lo que estaba pensando, así que en un minuto nos pusimos de pie,
agarramos nuestras mochilas y fuimos rumbo al lugar.
Subimos unos cerros en silencio, mirando las flores y los
árboles, a momentos él se me adelantaba porque yo me quedaba pegada mirando
cualquier cosa que me llamase la atención. Escuchando a las aves y el sonido de
los árboles. También me gustaba mirarlo a él sin que me viera, caminando lento,
observando el lugar, desnudo de todo prejuicio y miedo. Él me miró, se me
acercó y me dijo que me tomara todo el tiempo del mundo, que no estaba apurado.
Y eso hice.
En el lugar había una cascada, nos detuvimos mucho tiempo
en silencio observándola, viendo el agua caer, tranquilos. Nos mirábamos a
momentos y estábamos bien. Luego nos sentamos en una roca, me puse a pensar en
que sería genial poder estar justo arriba mirando hacia abajo, estaba pérdida
en ese pensamiento cuando él me pregunta si es que quiero subir. Fue como que
me leyese la mente o que conociese mis intenciones. Al seguir avanzando por el
camino vimos las ruinas y nos acercamos adentrándonos en el lugar. Era precioso
todo, un lugar enorme de tres pisos, sin ventanas, sin suelo, sin puertas, solo
paredes de cemento y más cemento, repleto de dibujos y colores, rodeado de
árboles y ramas, apartado de todo en medio de la nada. Nos detuvimos ahí un
instante, intenté imaginarme que es lo que pudo haber sido antes de haberse
convertido en ruinas, pero ni la mente más creativa daba abasto. Al salir del
lugar, nos dimos cuenta que el camino para llegar al inicio de la cascada se
había convertido en una empinada subida cubierta de tierra suelta que nos podía
hacer resbalar. Titubeamos un momento, entonces me pidió que nos sentáramos un
segundo para descansar. Aunque subir no era lo que me preocupaba, en realidad
volver a bajar era lo que más temía. No sé qué era lo que temía él, ojala lo
hubiese preguntado. Al cabo de un rato nos levantamos y nos pusimos justo en
frente del camino, empezó a preguntarme si estaba segura y si es que quería
hacerlo, pero mientras hablaba yo ya estaba subiendo. Parecíamos animales
agarrándonos de las ramas o de donde pudiésemos intentando no resbalar. Pero lo
logramos. Al llegar arriba noté que ya no había vuelta atrás y rogué porque
existiese otro camino de vuelta, de todas formas al llegar a la cascada todos
aquellos pensamientos perdieron sentido.
Llegué un poco más cansada que él, entonces me detuve a
tomar un poco de aire mientras miraba bajo mis pies. Los arboles eran como
hormigas y la ciudad se veía a lo lejos como una pintura inamovible y distante.
Estaba pensando en eso cuando me grita que me apurase y fuese donde él, así que
apresure mi paso.
Cuando llegué, lo noté con una sonrisa afirmado de una
baranda en medio de un puente que estaba sobre un río represado, toda una
construcción en piedra retenía la intensidad del agua que quería dejarse caer.
Otro tipo de apariencia, una apariencia involuntaria. Un ser irrealizado,
limitado. Lo miré y seguí caminando, había una banca así que deje mi mochila
ahí. Me dice que nos acercásemos al borde de la cascada, así que lo seguí sin
titubear como lo estaba haciendo hasta ese instante, sin conocerlo del todo
pero confiando en él más que en nadie.
Fuimos afirmándonos de la construcción de piedra, él antes
que yo. Llegó al borde y retrocedió casi de forma instantánea, me miró y me
dijo que no podía, que le daba vértigo, entonces me acerqué yo, tuve que haber
estado un instante absurdamente largo ya que luego de un rato me insistió en
que me alejase porque le daba miedo que me cayera. Lo encontraba imposible,
incluso quería hacer algo un poco más estúpido, sentarme en el borde, tal como
me imagino en el barranco. Tentando a la muerte. Claramente no lo hice, se
notaba tranquilo pero en su voz se notaba la desesperación de querer salir del
lugar.
Nos sentamos al borde del río represado, escuchando el
silencio. En el río había pequeños pececillos con los cuales me distraje un
rato largo. Me gusta pensar en todo lo que puede estar existiendo justo en el
momento el en que yo también existo, seres que nunca voy a conocer y que nunca
me van a conocer, que desarrollan su vida justo cuando yo estoy desarrollando
la mía. De repente el me interrumpe, comienza a hablarme del vértigo como si en
su mente hubiese estado divagando hace mucho rato, como si ambos hubiésemos
estado conversando en su cabeza y solo quisiese aclararlo. Me dice que no le
daba miedo caer por la cascada sino que era esa profundidad lo que lo atraía y
lo seducía a dejarse caer. Debía defenderse de aquello espantándose.
Sentí que era algo hermoso el deseo de dejarse caer, la
seducción entre la profundidad y uno mismo. Pensé en porqué a mí no me daba
miedo, quizá estoy muy segura de que no quiero caer. Afirmó su cabeza en mi
hombro, guardó silencio y tomó mi mano. Luego me dijo que le gustaba poder
estar así. Yo apreciaba cada palabra que pronunciaban sus labios. Aquel hombre
misterioso al cual observaba en clases me estaba dejando entrar en su mundo y
eso, eso sí que me seducía, en ese lugar si podría dejarme caer. Estaba
realizando un esfuerzo sobrehumano por no imaginar tantas cosas junto a él.
Porque cuando mi mente se dispara es complicado hacer que se detenga, no quería
arruinar nada, no quería adelantarme. Solo quería ser sin esperar cosas a
cambio. No quise ser demandante.
Los días pasaban y me daba cuenta de lo distintos que
éramos. Yo estaba enamorada del amor y él asumía que no podía enamorarse o no
iba a dejar que eso sucediera. Lo tenía todo controlado y eso me daba miedo.
Temía ser vulnerable frente a ese hombre que todo lo podía. Me insistía en que
era una persona que se desligaba de todo, yo no lo quería creer, no podía,
menos cuando a mí me afecta todo y me involucro con todo lo que sucede a mi
alrededor, soy parte de un todo y ese todo también es parte de mí. Mi entorno
modifica mi personalidad, su personalidad no se modificaba con nada a menos que
él lo quisiese. Por lo mismo valoraba que se metiera en problemas conmigo, pero
sentía que era egoísta hacerlo participe de mi realidad tan rota. No quería que
fuese él quien me sostuviese cada vez que cayese –lo cual pasaba seguido-, no
quería retenerlo a mí solo por ‘compasión’ cada vez que me viese quebrada
porque vi algo que ocurrió en la calle o porque leí una noticia terrible.
Tampoco quería que se alejase con la excusa de que ya no podía conmigo, porque
sabía que hubiese terminado por destruirme. Me encontraba en una posición tremendamente
complicada, en la cual quería ser y dejar de ser. Quería convertirme en otra
persona, sin miedos y poder conocer aún más sus misterios, pero lamentablemente
seguía siendo yo.
Al pasar los días, el cielo comenzó a despejarse y las
estrellas nuevamente aparecieron, me detuve a observar la noche como si en este
instante estuviese despertando de un largo sueño, uno hermoso pero irreal en
donde la neblina significaba todo lo que no podía ver por estar perdida en él,
en su misterio.
Nuevamente estaba triste. Lo supe porque me senté en una
esquina del baño y hundí mi nariz entre mis rodillas, no caían lágrimas pero
tenía pena y miedo, sobre todo miedo. De un momento a otro pasó a ser parte de
mi vida, sin querer queriendo o queriendo sin querer ambos nos despojamos de
los miedos para ser parte del otro, o así lo sentía yo en este instante. Quería
convencerme de que no necesitaba a nadie, que podía ser feliz con solo tenerme
a mí misma, me alentaba diciendo que no era importante, que si no funcionaba
podía seguir con mi vida, pero no podía… los momentos a su lado habían calado
demasiado profundo en mí. Peor aun sabiendo cuán importante y significativos
eran los momentos.
Evocaba nuevamente en mi mente aquel barranco. Anhelaba
escaparme, cruzar el cerro, brindarme una dosis de bosque, aspirar el olor a
eucalipto y llenarme de la presencia de aquellas almas suicidas que siempre me
acompañaban en el viaje. Necesitaba desprenderme de la ciudad y de esta nueva
necesidad que me estaba creando, de descubrir el misterio de éste lobo
solitario, de abrazarlo con impaciencia y tomar su mano, de que se enamorara
del amor así como yo también lo estaba, de hacerlo recitar a Neruda con el tono
de voz que lo caracteriza, de que fuese tras de mis pasos, es decir a mi tiempo,
para que así ninguno se perdiese ni se quedase atrás. Pero ni siquiera en mi
mente podía desprenderme de su presencia, nuevamente lo veía junto a mí sentado
en aquel barranco mientras le tomaba la mano para que evitara el vértigo.
Aunque desconozco si es una sensación que se puede disipar.
Fue un día cualquiera en que me relataba uno de sus tantos
pensamientos, en donde la piel calurosamente salada y los abrazos llenos de
desconocida tranquilidad conformaban en conjunto un momento que no podré
olvidar. Que no quiero olvidar. Comenzó preguntándome cual era mi primer
recuerdo de la infancia, insistió en que no lo pensase tanto, que debía ser
algo irreflexivo, como un reflejo. Yo tenía un recuerdo, fue el primero que se
me vino a la mente, pero no quería que fuese ese el primero, porque era malo y
me daba tristeza contarlo. Entonces elegí otro, le comenté de mi papá yendo a
buscarme al jardín. Esa imagen la veo como si fuese otra persona. Me veo correr
hacía el y observo como él me toma entre sus dos brazos, recuerdo que era
excesivamente alto y que debía mirarlo hacia arriba. Lo amaba tanto. Ese es un
recuerdo feliz, porque sonreía y sigo sonriendo ahora cuando lo recuerdo y me
veo corriendo hacia él. Le pregunté cuál era su primer recuerdo, la curiosidad me
mataba, nunca había pensado en algo tan simple y bonito. Me contó que su primer
recuerdo era un caracol y que él lo miraba. Sentí que mi recuerdo era absurdo y
rebuscado en comparación al de él, pero era mí recuerdo. Luego de eso me dice
con una suerte de potente convicción, de que él creía que el primer recuerdo
marcaba la vida de una persona. Entonces me hundí en un profundo pesar que me
duró varios días –pero no le conté, ni le conté a nadie-, porque mi primer
recuerdo no había sido el que le conté a él, porque había mentido y me había
mentido a mí misma, porque mi primer recuerdo era tan malo como hacer explotar
una bomba nuclear, porque siendo una niña se me había condicionado a todo.
Ahora entendía porque las almas suicidas me seguían cuando iba a visitar el
cerro, ahora sabía porque todo me afectaba, porque todo me daba miedo, incluso
el amor.
Varios días intenté pensar en otro primer recuerdo, uno que
hubiese sucedido antes que aquel desafortunado y triste momento condicionante
de mi existencia. Pero no había caso, todo se reducía a eso, él me había
abierto la puerta al mundo, una puerta imposible de cerrar. Por lo mismo me
sentía cada vez más cercana a este hombre misterioso, a este lobo solitario, a
este ser pensante que tanto me gustaba, que me atraía y del que al mismo tiempo
me quería desprender. Yo no era para él y él era mil veces para mí.
Muchas veces caminamos en silencio. En varias ocasiones me
distraía pensando en lo que él me decía –él tenía una mente brillante,
insaciable y reflexiva-, me perdía en mi mente y cuando volvía notaba que me
había estado mirando. Me decía que le gustaba mirarme y ver como de a poco me
alejaba del lugar dejando solo mi cuerpo presente. Ha sido la única persona que
me ha dicho algo tan simple y a la vez tan hermoso, certero, tan verdadero. Me
conocía tan poco y le gustaba de mí todo lo que los demás odiaban. Solo algo
astral pudo haberlo puesto en mi camino.
De a poco las conversaciones fueron cambiando, ya no
hablábamos de nuestras ideas ni de lo que pensábamos, me refiero a ese tipo de
pensamientos alejados de la realidad de los cuales no puedes desprenderte con
cualquiera. Comenzamos a entender que los días estaban avanzando y que si la
semana tenía 7 días, entonces nos estábamos viendo 8, que el tiempo que pasábamos
juntos era harto y que no nos aburría. Que ya no éramos conocidos y que si
éramos amigos entonces éramos mucho más que eso, que el tiempo avanzaba y el
verano comenzaba a acercarse, es decir las vacaciones, la distancia y la fría
incertidumbre de un mañana poco concreto. Sí, habíamos pasado suficientes días
juntos como para poder decir que este lobo me gustaba, pero eran lo
suficientemente pocos como para afirmar que podía sobrevivir sin él dos meses
alimentando una amistad -inspirada en el amor- con pocos o nulos momentos. Y
los momentos son la base de todo. Atrás iban quedando los días en que descubrir
al otro era lo importante. Me corrompía el miedo y el tiempo se burlaba con esa
ironía hiriente porque no pensaba detenerse ni siquiera un instante. No me iba
a dar un segundo más, aunque insistiese. En ese momento me apoderé de sus
palabras y asumí el rol del lobo solitario que abandona la manada para
sobrevivir solo.
No se lo dije, pero me gusta creer que lo leyó en mi mirada
cuando me despedí el último día que estuvimos juntos. Discutimos por algo sin
sentido, quizá fue una excusa por miedo o fue una consecuencia de esta cegada
dualidad que estaba interfiriendo en mí ser. Alcanzamos a abrazarnos una última
vez, alcancé a tenerlo abrazado a mi pecho, con su nariz pegada a mi cuello,
mientras le hacía cariño en su pelo negro. Habíamos agarrado la costumbre de
abrazarnos así, yo por encima como protegiéndolo, no sé de qué, quizá de sí
mismo y de su propia lobuznez apaciguada en este silencio tan nuestro.
Alcanzamos a conversar de demasiadas cosas, nuestras y no tanto. Más cosas
banales que de cualquier otro tipo. Alcanzamos a estar un rato acostados en un
cerro, bajo la sombra de los árboles, acompañados de zorzales, como ya era
costumbre. Alcanzamos a hacer muchas cosas, alcancé a mirar sus ojos, a tomar
sus manos, pero no se si alcancé a decidir si me quedaba o me iba, creo que la
situación derivó al fracaso, al fiasco, al hundimiento y a mi rápida huida.
Me dejó marchar como sabiendo que aquello ocurriría en
cualquier momento, quizá fue su lobo interior, el indiferente, el misterioso
quien asumió todo con completa naturalidad. Al fin al cabo él estaba solo y eso
parecía gustarle. Nunca se ataba a nada y ésta no debía porqué ser la
excepción. Caminé a paso lento pero desesperada, en ocasiones miré tras mis
pasos pensando que podría venir tras de mí, tal como lo hacen los lobos al
seguir al más débil. Pero no ocurrió y estaba bien, yo había tomado mi decisión
y él la suya. Tomé el primer bus que pasó, no sabía hacía donde iba, solo sabía
que necesitaba perderme un instante. Olvidarme de él, de mí y de todos. De mi
existencia, de mi debilidad, de su indiferencia y de mi tristeza. Fue un viaje
eterno y revelador, poco a poco me iba liberando de las necesidades creadas por
la ciudad, del deseo del amor y de la compañía. Era el inicio de una
metamorfosis, la mía. Cuando me baje del bus, noté que estaba más cerca del
suelo que de costumbre. Percibía los olores cien veces más fuerte, el olor era
melancólico y asqueroso, sobre todo asqueroso. Las personas me miraban y se
alejaban con una expresión agresivamente hiriente, pero que en el fondo me era
indiferente. Caminé hasta llegar una plaza, me fue difícil reconocerla porque
estaba llena de gente. Repleta de personas. Seguían llegando una tras otras
como miserables palomas, llenando la plaza, la calzada, la calle, deteniendo el
tráfico y el tiempo. Intenté subirme a una banca para observar que era lo que
sucedía. Me costó bastante ya que cada milímetro del suelo se encontraba
ocupado, pero al estar arriba de ésta noté que mi peor pesadilla se estaba
haciendo realidad y no entendía por qué, ¿por qué justo en ese instante? Todo
Concepción reunido, una escena terrible de ver. A lo lejos escuché como alguien
hacía mención de un lobo, un lobo en medio de esa multitud de gente y poco a
poco los ojos comenzaron a posarse en mí, ¿cuántos eran? No sé, mil ojos
posándose en los míos, en mi cara, en mi cuerpo, en mi esencia, calando mi
alma, enjuiciándome, arrastrándome al vacío. Juzgándome por escapar, por
abandonar a mi lobo solitario. De un momento a otro sus ojos se tornaron rojos
y eso me tenía increíblemente seducida a ellos, perdida en mis pensamientos,
sumida en mi yo interior, repasando cada instante de mi vida pasada. Pero
cuando volví a mi cuerpo, recordé lo del lobo y me cuestioné en si el lobo era
yo. Pensé que aullando podría descubrirlo y, así fue. Aullé con todas mis
fuerzas, como nunca había gritado en mi cuerpo de humano y corrí, corrí tan
fuertemente que más de alguna de estas personas cayeron al suelo, pero no me
importó, porque sabía exactamente donde debía ir y nadie me lo iba a impedir.
Ahora estaba sola. Era libre.
Corrí varios minutos, diría que un par de horas. Cruce la
ciudad, llegué al mar en la oscuridad de la noche y subí el cerro acompañada de
mis estrellas. Las almas suicidas estaban esperándome, por primera vez me
miraban a los ojos y guiaban mis pasos. Sentía el olor de los eucaliptos
ingresar por mi nariz apoderándose de todo mi cuerpo; la brisa marina me
impregnaba con su fuerza resiliente. Y corrí, corrí con todas mis fuerzas, me
adentré al bosque, evitando a los árboles porque ya no quería abrazarlos, con
el viento en mi contra mientras golpeaba mi cara, corrí buscando el acantilado
y cuando lo encontré me dejé caer eternamente, evocando el primer recuerdo de
mi infancia: la sombra de mi padre golpeando a mi madre, mientras yo me
escondía con miedo, mucho miedo, más miedo del que siento ahora mientras me
ahogo en el mar. Ya no era lobo, ya no era humana, ya no era nada más que parte
de un todo.
Mi alma ahora es parte tú de alma y mi cuerpo es parte de
tú cuerpo y mi esencia se quedara impregnada donde siempre estuvo y donde jamás
pudo ser. Ahora el misterio es nuestro, parte de este fugaz e inconcluso
encuentro.
Autor
Antonio Carlos Izaguerri
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