En una orilla de juncos
le dije que la quería
desde la flor de la fe
y tiritaron los mundos
de todas esas esquinas
del alma de una mujer.
Su cuerpo era de cristales
y el mes de agosto surgía
alrededor del ciprés.
Por las laderas de pinos
con hojas verdes y finas
la sombra vino a crecer.
Salió la luna a alumbrarnos
la oímos tras las colinas
escalando para caer
como un aliento de plata
sobre la paz de la ardilla
mostrando su desnudez.
Ella guardaba en su boca
silencios de celo, chispas
y el fuego de Lucifer.
Ella enjaulaba en su boca
gemidos de alma adictiva
y un beso para morder
con su saliva caliente
los labios rojos de arriba
y los de abajo también
mientras olía el entorno
húmedo con esas briznas
azules del anochecer.
Ella escondía en su falda
dos muslos en celosía
vehementes de placer
y en mi cabeza fraguaban
brasas de la adrenalina
del cálido acontecer.
En sus dos ojos los galgos
hambrientos de amor mordían
a las presas de mi piel.
Mis manos creaban lentas
corrientes de seda fina
por sus mejillas de miel.
Ella en mi helénico torso
suspiros de Gea perdía
desde sus ojos sin ley
sobre la cumbre de Venus
llena de noche adictiva
sin gobernanta ni juez.
Yo desvestía pecados
frutales de su camisa
y ella robó mi adultez
con manos de vergonzosa
tan suaves como abrasivas
y maduras de niñez.
Yo buscaba en su mirada
el sexo entre las costillas
coloradas de su tez
mientras besaba su cuello
en esa preciosa orilla
de nuestra primera vez.
Autor
Antonio Carlos Izaguerri
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