No se cansa la oropéndola
de deleitar con sus trinos,
ni las luces desfallecen
cuando está claro el camino.
No se cansan los planetas
de girar sobre sí mismos,
ni ceden las melodías
a los distraídos oídos.
No se altera la promesa
si la verdad la acompaña,
ni se funden los metales
en las entrañas heladas.
No mutan las alegrías
si son sinceras sus ganas
y no claudica la vida,
aunque el huracán la abata.
Del granito emerge el musgo,
atravesando sus venas
no por eso se condena,
a la sólida materia.
Armónicos son sus lazos,
como dos almas gemelas.
Así, se crea el abrazo.
La tierra brama furiosa
en sus carnes flagelada,
pero se abren generosas
para que la vida nazca.
Su grito defiende el seno
donde los seres se crían,
y aunque sea grande la herida,
gesta su vientre la vida.
No se cansa el ruiseñor
en embellecer su canto,
ni son nimios los encantos
de su plumaje florido.
Trina su alma en el pico
para cumplir su destino.
La diminuta figura,
no merma su sacrificio.
Crece sin pausa el embrión
que liba de vivos líquidos
y sus órganos se alteran,
en el calor de su nido.
Torna la vida a su seno
cuando no es fértil su sino
y las primaveras lloran,
en los floridos caminos.
No cede la voz al miedo,
aunque azoten su coraje,
ni se arrodillan los héroes
aunque venzan los cobardes.
El grito de la verdad,
no se humilla con ropajes
que a la mentira rebajen,
con adornos de metal.
No se cansa la razón
de dar la razón al loco,
cuando el cuerdo se deshace,
del calor del corazón.
Nunca claudica el honor
que se nutra de su sangre.
Autor
Antonio Carlos Izaguerri.
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