Calabacea la noche,
como un condenado caminando
por el pasillo de la muerte …
Medrosa, líquida de grillos sin rostros, sin
bocas …
Allí la noche … sentada al lado del viejo camino
donde cada huella es un barco que atraviesa
como un clavo el corazón oscuro y cansado del
sendero;
noche… que un bastardo amaría sin piedad
y la amante dejaría caer la leche de sus
muslos
por sus pálidos pezones de nostalgia …
Por esta noche, por este azul inmolado
de rubias centellas de quietud;
viene bajando el jinete nocturno.
Sus manos trenzadas sobre las riendas,
acarician con ternura …
algo, una divina esencia;
como la primera pluma que gime
atravesada por el corazón de un mundo lejano.
Su manta duerme sobre sus hombros,
como una magdalena … apenas desnuda.
Todo es silencio sobre la montura del añejo camino;
el relincho coció sus labios,
sobre los belfos vaporosos del caballo …
De dónde vendrá con aquellos ojos
que no caben ni siquiera entre las piernas de
la tierra.
De dónde vendrá con esos labios
apirañados a los cascos ventosos de sus
labios;
con esos senos inflamados de leche
y fuelles nacientes apenas cómplices de luz
y harina pura de algún ensueño …
A lo lejos … un tractor mastica sin cesar
los duros terrones del insomnio,
y el ruido al anca de su cruz,
dictamina la dura verdad de su único destino.
Jinete nocturno …
enterrado a tus pulidas osamentas
y al bárbaro tranvía de la única muerte;
acaso estos potreros, estos caminos …
no son más que el trágico crucigrama
de nuestro propio ajedrez;
donde tú eres la única pieza … y yo,
la
única sentencia
del amor o del olvido:
El miserable
Cristo
que te siega en blanca inexistencia,
o el santísimo verdugo que te nace,
o un golpe de luz y movimiento.
Autor
Antonio Carlos Izaguerri.
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