Hay caras que dicen mucho,
las hay pétreas como estatuas
y otras que al verlas condenan,
tan solo con la mirada.
Fluía la voz como el agua,
nítida como la savia,
precoz sollozo en la cuna
y grito cuando hace falta.
Murmullos que se disuelven
o como aludes se agrandan.
Forzó el susurro la sangre,
que en el temor circulaba.
Rostros que imitan colores,
camaleones que aguardan,
pálidos como las velas
o rojos como la grana.
Níveos de tanto penar
o rosáceos de esperanza.
La tez sembrada de luces,
que va anunciando bonanza,
la faz que brillando ama.
Espinas que se clavaron,
en las carnes de venganzas,
ojos vidriosos de odio,
de pedregosa mirada.
La daga hundida en el ánimo,
con la acidez de la saña
y huracanadas diatribas,
sobre las bocas sin habla.
Pálida luz que se oculta,
de las retinas que matan,
a borbotones los miedos,
como torrentes sin agua.
Posada sobre la orilla,
hace arrumacos la magia,
confundiendo la mentira,
con la verdad que resalta.
La noche cayó de golpe,
para que no viera nada.
Se va acercando el amor,
avasallando la calma,
derribando las fronteras,
que a la prudencia cercaban.
Se quedó entre los efluvios,
en la verdad y en el alma.
Brotes verdes que maduran,
en silencio o por las bravas.
Ojos que miran de frente
y otros de soslayo matan.
Cristalina la mirada,
que desde el fondo se alza.
Autor
Antonio Carlos Izaguerri.
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