Ya no se desnudan los árboles
van vestidos de arrogancia exuberante,
de verdor implacable.
El alma ante un mundo errante, desconocido
se desnuda, porque lo ve vacío de comprensión,
de ternura, y lleno de orgullo indecente,
y exentos de sentido común, la espada de
Dámocles
cincela el horizonte.
No se desnuda el alma la luna, ya lo hizo en
su día,
pero esa mujer si la desnuda, y ante el
universo se arrodilla,
la ciudad se hace la dormida, titilan las
luces de neón encendidas.
La niebla matutina va ocupando su trono gris
espeso,
desfigurando el árbol pomposo que luce su
verdor excesivo
que de día hiere la retina con su brillo.
El aire va sumergido entre zozobras, y como
una ola enorme,
rompe y se estrella contra el malecón del
pecho,
no se desnuda la luna, ya lo hizo aquella
noche de oscuridad absoluta.
Pero ahora esa mujer es la que va desnudando
una a una
sus fibras sensibles, la noche es propicia a
eso, y ella lo aprovecha,
la calle es estrecha, la noche quieta, las
luces parpadean,
los árboles van vestidos y están en línea,
como soldados rígidos,
pero una suave brisa los agita débilmente, y
parece se quejan,
parece que tiemblan, quizás se arrepienten de
su rigidez,
tienen más alma los árboles que los humanos.
La noche se va desnudando de la neblina, se
vestirá de alborada,
ella con el alma desnuda, pacientemente
vestirá el cuerpo
para enfrentarse a un nuevo día ... esperando
la noche para
postrarse delante del inmenso universo de la
luna,
que ya desnudó su alma aquél día, y esa mujer
solitaria,
le mostrará la suya completamente desnuda.
Autor
Antonio Carlos Izaguerri.
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