La luz cenital se cierne,
sobre la pesada sombra,
Ilusión que se desborda,
en el río que se pierde.
Carne y sangre, voz y aire,
verso y rima, que se nombran.
La tierna palabra asoma,
del cuerpo que vive y crece.
Vio el poeta el infinito,
en su infinito vacío,
y sintió el latir sin ritmo,
preso en el insondable frío.
Buscó la luz en el fondo,
del inmenso desafío,
y amó el misterio profundo,
la verdad de su castigo.
Hojas secas que en el viento,
dibujan siluetas libres,
en el aire van sin rumbo,
al socaire de los tiempos,
como una brizna de aliento.
Bailando incesante el verso,
busca el verbo, y en el aire,
va gestando sortilegios.
Luz cenital que se cierne,
sobre el aterido cuerpo,
su cálida claridad,
rompe en pedazos el hielo,
que habita en la soledad.
Claridad que mora y vive,
en el amor y en el tiempo,
en el corazón más tierno.
Pasión que desborda el verso,
si emerge del corazón,
un torrente de emoción,
que sacude carne y sueños,
como un elegante halcón,
que otea en el firmamento,
preso en su muda tensión.
Vio el poeta el infinito,
y en un ínfimo resquicio,
sembró una pizca de brillo,
en el profundo vacío.
Pintó de luz y de ritmo,
sembró de esencia el camino,
y decoró la tristeza,
con la sonrisa de un niño.
La luz cenital se cierne,
como una mágica lluvia,
que humedece los sentidos,
en los famélicos gritos,
como truenos doloridos,
de la tormenta que asola,
los derechos adquiridos,
lluvia intransigente y ácida.
Mágica fuerza que impele,
caricia que la piel huele,
una brillante sonrisa,
en un corazón que hierve,
la nobleza que transita,
en la tierra y en el vientre,
y un poeta que se yergue,
sobre el ser que se arrodilla.
Luz cenital que se cierne,
sobre el alma que transciende,
sobre el amor que palpita,
sobre el verso que ama y siente.
Autor
Antonio Carlos Izaguerri
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