Arboles desnudos,
que parecen personas desnutridas.
Veredas con rocío.
Niebla que obscurece el día.
Amantes que se besan
para protegerse del frio.
Barrenderos que recogen hojas
como si fueran billetes perdidos.
Con cada hoja llovida
de los árboles dorados,
partes mueren de mi vida
en este otoño que olvida
mis recuerdos añorados.
Otoño de ojos desnudos,
de parques empedrados de hojas,
de troncos de árboles
con grandes corazones,
de hambre del viento
cuando por las cañadas avanza,
de silencios cogidos
a las ramas de los abetos que visten
las sendas que llevan
hasta allí donde la tarde se despide.
De pequeños toques de campanas,
el otoño habita
allí donde un ermitorio
en mitad de un bosque se abre,
de paz y de susurros del agua que corre,
lejos llevando canciones
de la niñez ya ausente de quien esto escribe
para su deleite.
Tras el verano, el tiempo parece haberse
vuelto loco.
Llega el frio anticipando el invierno.
Recoger castañas y setas en el campo dormido.
El sol se despide antes y abre la puerta a la
noche,
que llega de la mano del miedo.
Hace un año, en septiembre,
empecé a sentir el calor de tu mano,
paseando por bosques amarillos.
Otoños que renacen en las pupilas de los
enamorados,
en las cortezas de los árboles
y en ellos fructíferos corazones
con sus flechas de enamorados
y dentro latiendo entre amores dos nombres.
La raíz de la vida
convertida en sangre de pasiones,
así sea el otoño frío o traiga en su estómago
hambre.
Autor
Antonio Carlos Izaguerri.
No hay comentarios:
Publicar un comentario