Elegí mirarte después de verte.
Me propuse enamorar tus miedos y quitártelos.
Concedí mi valor a la muerte,
abracé a la esperanza con mi vida.
Te puse por nombre poesía:
«La chica de la catástrofe preciosa».
Lo nuestro fue un ápice de esperanza.
Viajé miles kilómetros cuando te miré a los ojos.
Contestaste mis dudas, canalizaste mi emoción.
Me abrazaste como sólo abrazan las tormentas:
haciéndome daño, pero sin dejar de ser hermosa.
Te quise aun sabiendo las consecuencias,
así que eres mi acto de valentía más grande.
Eres tan imposible como deseable,
un anacronismo sentimental:
un puñado de sal en la herida.
Escribo esto con un nudo en la garganta.
No de esos que dan ganas de llorar,
sino de aquellos otros
que dan ganas de morirse.
Me he enamorado como juré no hacerlo nunca.
Sinceramente,
eres lo peor que siempre quise que me pasara.
Me enamoras con esa sonrisa que destroza,
que pasa de largo,
que se detiene en quién sabe dónde,
pero que nunca sale de mi mente.
Me enamoras con tu ausencia tan presente,
tan mía y ajena,
tan tuya e impropia.
Me enamora tu
«me voy cuando se me da la gana»
y me abro más la herida con mi
«te seguiré adonde vayas».
No sé si quererte es lo que hago,
o si incluso lo que no hago
me lleva a quererte.
Sólo sé que estoy a un salto de distancia
del suicidio más bonito del mundo.
Y tienes que saberlo:
como intencional.
Me enamoras y es inevitable.
Aunque no quieras
y aunque yo no quiera querer.
Autor
Antonio Carlos Izaguerri
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