Mis manos tristes se mueven en silencio,
articulando sus membranas, delineando palabras.
Se mueven en la extensión de tu piel,
suave como la seda primitiva,
donde el deseo ancla su embriaguez,
donde no hay espacio para el dolor ni el miedo,
porque solo existe la expresión
del sentimiento que nace más allá de la nada.
Mis manos descienden por tu cuerpo,
hasta hacerte semejante a otoños de fuego,
recorren sumergidas tu hermosura,
y van desde el amor encontrado en tu piel,
hasta la profundidad boscosa de tu alma
donde florece un sueño que te alcanza,
que te da el color de la mujer amada y te proyecta
en mis palabras lejanas, en mis canciones,
donde te vas volviendo cada vez más azul,
y te vas disolviendo como el eco en el viento.
Ahora solo me queda media vida,
el tiempo se me aleja como nauta sediento,
déjame que consuma mis segundos en ti,
deja que mis minutos se mezclen con tu sangre,
que en tu piel de avena
incuben mis horas sus recuerdos,
y que mis deseos desciendan todos
como enorme cascada desde el cielo a tu piel.
Que mis días se llenen de ocasos,
mientras sigo la ruta de tu cuerpo a tu alma,
y me encuentro con una rosa dormida
que no tiene fronteras,
que me marca el destino en mi loca carrera,
desbordada como un mar que te invade,
que te deja marcada como huella infinita
con el sello de un beso.
La soledad me oprime
y yo sigo mi ruta de fugaz caballero.
Yo no aprendí otra cosa sino a amar tu sonrisa,
a verte desde adentro, donde no mira nadie,
donde nadie acaricia.
Así es que te amo,
del modo en que la vida me enseñó en sus lecciones,
con sus comas y acentos
que iré colocando uno a uno en tu espalda
hasta escribir los versos que llenen tu mirada
y desciendan trémulos de tu belleza blanca
al fondo de la tierra con tu huella en los labios.
La vida se me acaba y necesito hallarte...
Autor
Antonio Carlos Izaguerri
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