Estimo que ella no sabía
de mis intenciones,
porque la vi llorar,
y su alma,
como un cristal
a punto de quebrar,
terminó por despedazar.
Leí una vez, que quien
a un alma entristece,
condenado al infierno,
al inframundo merece.
Mis palabras, mis caricias
no llegaron a consolar,
cuanto más estaba
más sufría, más se afligía
más se apenaba,
nada la hacía cambiar.
Decidí levantarme
retirarme y dejarla
con su llanto,
con su pena en el crisol.
Ora, por no saber ella, de
mi estimable sentimiento,
¿Iba apartarme de su querella?,
!no¡, más bien, yo, si se pudiera
trocaría su dolor por belleza.
Y decidí así como la sombra
permanece reflejada, muda,
cercana y a la vez no tan cerca
seguiría sin que ella lo
lo supiera a su lado
atento
a sostenerla, abrazarla,
cobijarla a rezar por ella
mientras duerme.
Y tal vez quizá, aquel crisol
se convirtiera en un bol
un cuenco donde su alma
al fin pudiera estar en calma.
Autor
Antonio Carlos Izaguerri.
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