¡Un suspiro muriendo, en mi pecho ardiente!
Bajo un cielo plomizo, de una tarde de enero,
dibujé mis pasos por aquel sendero,
del viento peregrino, sentía la corriente.
No estabas, lastimosamente
y se me volvió costumbre,
caminar frecuentemente,
por la calle silenciosa y vacía...
en donde ningún alma, sola andaría.
Y se me volvió costumbre,
acurrucarme en la piedra…
a mirar crecer la hierba,
del camino de mi vereda...
ése que a diario anduviera,
recordando tu ausencia.
Y se me volvió costumbre
estar hablando con la luna,
esa luna rojiza
que teñía el horizonte,
la que fuera centinela
de mis sueños y quimeras...
la que fuera compañera
de mi hastío y de mis penas.
Y se me volvió costumbre
nunca dejar de pensarte...
y se me volvió costumbre
bajo la lluvia soñarte
y se me volvió costumbre
debajo del sauce esperarte.
Y ver pasar la tarde
y ver llegar la noche
y sentir el rocío de la aurora
y ver pasar las horas...
y no verte llegar a media noche,
entre la gente que viaja en coche.
Y se me volvió costumbre
acostumbrarme a la espera...
Y si nunca de frente yo te viera
y en mi jardín el tulipán no floreciera
y en mi alma todo el tiempo lloviera
y siempre viera marchitar la primavera
y muchos inviernos, blanquearan mi cabeza
y muchos otoños, de hojas me cubrieran.
Yo te aseguro vida de mi vida…
yo te aseguro que no te olvidaría
y en mi pecho la flama ardería…
y tu desdén... jamás la apagaría.
Autor
Antonio Carlos Izaguerri.
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