Se ha quedado sin Luna,
la noche de los tiempos.
Ya no besa los sueños,
ni vigila la cuna.
En sus bordes de plata,
se ocultan sus reflejos.
No la miran los búhos,
con sus ojos de bruma.
Ya no duerme en el lecho,
junto a la criatura.
Una suave corriente,
de vida se desliza.
Una leve pendiente,
sobre el amor se inclina.
En los ojos brillantes,
el deseo palpita.
Y la febril mirada,
en su interior se aviva.
Un pálpito que repta,
como un áspid se arrastra,
sobre la vida misma.
Se despierta la Luna,
en el cálido tálamo.
Abrazada a los sueños,
que quieren engullirla.
Sobre las suaves sábanas,
ardiente se desliza,
como un leve susurro,
de potencia infinita.
El amor se reclina,
ante la hermosa diosa,
con los ojos de fuego,
ardiendo en sus pupilas.
La flor se ha descompuesto,
en sus propias cenizas.
Y de las misma nace,
una historia que brilla.
Un renacer sin mácula,
entre sus propias ruinas.
El caldo de cultivo,
de la esperanza viva.
Mientras mira la Luna,
con su plateada sonrisa.
El Sol espera atento,
detrás de la colina.
Ya se fueron los nombres.
Ya no se oye la música.
Ya las sonrisas mutan,
indecisas vacilan.
En sus gestos la duda,
en su actitud la prisa.
Y en los labios el rictus,
de un amor que no brilla.
Los sonetos se fueron,
como almas perdidas.
Entre los sueños sueñan,
con volver a escondidas.
Se ha quedado la Luna,
presa en su propia estima,
con los rayos ocultos,
en su faz ambarina.
Ya no sonríe en el tálamo,
ni en las sábanas brilla.
Replegando sus ojos,
en su luz mortecina.
En las noches sin Luna,
las razones se achican.
Verdes quiero los campos,
no quiero polvo y ruinas.
Quiero lunas y soles,
que alimenten la vida.
Autor
Antonio Carlos Izaguerri.
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