Quiere llegar,
más va frenando el sonido.
Voz queda y plañidera,
ajena a cualquier sentido.
En un ancestral quejido,
llora y gime, sangra y vive,
liberando los instintos.
El eco, al fin ha partido,
acercándose al final.
Rastro que deja la vida,
con cada suspiro gira,
con cada latido olvida
y cada aliento domina,
cada pasión, cada amor,
en su misterioso acento.
La vida sueña en el centro,
donde el corazón palpita.
Se sumerge más profunda,
con cada amor que termina,
dejando restos silentes,
como jalones que ayudan,
a remontar el siguiente.
Así, sin parar culmina,
cada vida que se siente,
cada pasión que fenece.
Bosquejos que se dibujan,
con lápices de emociones,
lienzo como piel que vibra,
con cada trazo sin nombre.
Cada nota que rebota,
de cada sutil acorde,
torna y retorna, aunque viva,
plasma en el alma su nombre.
Rugidos entre las voces,
que van marcando horizontes,
barreras infranqueables,
fronteras que amputan vidas.
En la fatal embestida,
del Hombre en frente del Hombre,
se entrelazan los amores,
se enfrentan odios y vidas.
Ligera como la brisa,
hija fiel del vendaval,
va acariciando las vidas
o golpeando sin piedad.
Su envite frena el amor,
que resuelve la partida,
con su sabia maestría,
con su indeleble valor.
Secunda al amor la prisa,
la premura que le obliga,
el apresurado instante,
la incontrolable pasión.
El vaivén de la emoción,
balanceándose atrevida,
en un columpio de voz.
Amaina el viento y la brisa,
de puntillas viene y va.
Amaneceres sabrosos,
de resplandores curiosos,
que se asoman a la vida.
Oteando entre rendijas,
el ser camina y camina,
preso en su propia prisión.
Reflejos entre los ojos,
que las dudas dilucidan.
No se combate el amor,
se une a él como la miel,
que abrazándose a la piel,
dora su luz blanquecina.
Autor
Antonio Carlos Izaguerri.
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