Con solo mirar sus ojos,
un latigazo se siente,
que desde los pies recorre,
desde el cuerpo hasta la mente,
y se tiene la certeza,
de la pena que le absorbe,
condena injusta e innoble.
No hay expresión más sincera,
no hay derrota en la mirada,
ni se resigna a la pena.
Ojos que hablan sin voz,
no hay voz para los sin nombre,
no reflejan las pupilas,
de sus entrañas la rabia,
la expresión es de dolor,
como una herida que sangra,
la profundidad se plasma,
en negros ojos que observan,
deslumbran, pero no callan,
se resisten al horror.
Van caminando entre sombras,
camino de la esperanza,
en su expresión va lo eterno,
el infinito en sus ganas,
como una corriente de agua,
que la mar busca sin pausa,
la cadencia suspendida,
de una prisa que se aplaca.
Pasos que parecen siglos,
en una sola pisada.
El viento agridulce sabe,
a cenizas y a metales,
arde el paladar de hambre,
labios se agrietan al aire,
delgados como un alambre.
No sabe el cuerpo que es pronto,
tampoco sabe que es tarde,
y los días se suceden,
machaconamente sordos,
los sueños son realidades.
Pasan como fotogramas,
por delante, sin agobios,
y en su afán subliminal,
dejan posos en la sangre.
La vida es un temporal,
que amaina, más deja huella,
en lo que arrastra y esconde,
y es tal su ferocidad,
que no solo desnuda, abate,
los ojos, como ascuas, arden.
Una luz en el sendero,
brilla pálida, en contraste,
con las repetidas sombras,
que van vistiendo el paisaje.
La tenue luz se desviste,
enseñando los ultrajes,
y el amanecer anuncia,
que puede haber nuevos viajes.
Sombras y luces se aman,
pues son de la misma sangre.
El amor se va posando,
en cada ínfima parte,
del esqueleto del mundo,
de su riqueza y su hambre,
en el submundo que yace.
Autor
Antonio Carlos Izaguerri
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