El poeta lleva en su pecho quizá un volcán dormido,
a veces fuego, a veces ceniza,
un susurro que grita en silencio,
la llama que arde, incluso cuando no hay luz.
Escribe de risa, de amores que fueron,
de abrazos que soñó y nunca llegaron.
Sus versos, espejo de lo que vive y lo que inventa,
resuenan en el aire como un eco eterno.
A veces, la gloria lo toca con manos de seda,
y siente que el mundo es un lienzo infinito.
Otras, la pena lo hunde en abismos oscuros,
y su pluma tiembla, llorando sin tregua.
Y reafirmo, no hay frontera entre su alma y el papel,
la tinta es sangre, las palabras son piel.
Cada verso es latido que se escapa,
secreto que grita desde las sombras.
Escribe porque no puede callar,
porque el amor lo arrastra como río desbordado.
Ama lo que ve, lo que no alcanza,
siente el peso del mundo y lo convierte en canción.
Un día canta amanecer dorado,
al calor de unos ojos que miran con fe.
Al siguiente, se arrodilla ante el ocaso,
pidiendo a las estrellas un poco de consuelo por aquello que ve.
Pero siempre, siempre, hay amor.
En la pena más honda, en la risa más pura,
en la gloria fugaz, en la herida que sangra.
El poeta vive para amar, aun cuando el amor duele.
Y al final, cuando su canto cesa,
el mundo se queda con sus palabras,
porque aquello que siente no muere,
es un eco eterno, un faro en la penumbra
y alumbra a todos aun cuando no está, pues las palabras del poeta permanecen como un legado inmortal.
Autor
Antonio Carlos Izaguerri
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