Aquella tarde la conocí.
Bella dama encantadora
de mirada seductora.
¡Cuán flechado me sentí!
Y su aroma cautivante:
Rosas, magnolias, azucenas.
¡Cómo hierve en mis venas!
por tenerla tan distante.
Nunca entendí el por qué
su presencia causó en otros
una pena y mil sollozos
a sus pasos por doquier.
Yo en cambio la deseé
sin medida, sin zozobra,
desafiando cualquier norma,
delirante la amé.
La seguí por todas partes;
quise seducirla, quise hablarle,
con mi labia alabarle
¡Cuán magnífica obra de arte!
Mas a mí no me miró.
Yo no era su objetivo,
otro era el individuo
que su amor vil cautivó.
Y prendado quedé de ella,
la más sublime de las diosas
siempre calma y silenciosa
sobre todas, la más
bella.
Seguía yo todos sus pasos
mi amor quería
declararle.
Mas ella sin mirarme
se alejó de mis brazos.
Pero dijo antes de partir,
que no era mi momento,
que otro día suculento
ella habría de acudir.
Y la espero desde entonces,
en la puerta de mi casa,
torta, café y dos
tazas,
siempre presto y sin reproches.
Porque sé que ha de venir,
si por fin cambia mi suerte.
Ya que el beso de la
muerte
deseo por fin sentir.
Autor
Antonio Carlos Izaguerri
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