Entró en el laberinto,
hacia el origen del tiempo.
Ojos cerrados sin luces,
sin rumbo en los recovecos.
En alerta los instintos,
tensos como muelles tensos,
cuando el miedo se hace sabio,
sobrepasando el encierro.
Rencores en el suspiro
y desprecio en el aliento,
carne que tiembla en la cúspide,
del viento de los deseos.
La voz pautada y sin roces,
habla en el valor sin miedo
y los ojos se deslizan,
como gotas de respeto.
En la vorágine nada,
sopla el aire sin talento
y se desbrozan las ganas,
en la prisa de los tiempos.
La voz temprana no llora,
solicita el alimento
y van forjando la historia,
tropezones y reencuentros.
Amor que subyuga y riñe,
con el calor de la brasa,
abriendo sus longas alas,
como embellecidos cisnes.
Amor que sabio se adentra,
en la pasión y en la mente,
abarcando las miserias,
reciclándolas si puede.
Laberinto que se adentra,
cual sinuosa serpiente,
rodeando los espacios,
vacíos que ya no sienten.
Ocupar los intersticios
y llenarlos de simientes.
Bordados sobre la cuna,
de cariño a los nacientes.
Amor que arrebata y mima,
que seduce y arremete
y que anida en cada gesto,
en cada matiz ausente.
Amor de infinitos rasgos,
como infinitas las mentes.
Amor que sufre y palpita,
en el corazón que siente.
Autor
Antonio Carlos Izaguerri.
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