Más allá de la caricia visual
de este paisaje ajeno
y distante a mi terruño,
transcurren los días cotidianos
de quienes nos parecen extraños.
Convertido en un simple espectador
de otras costumbres,
mis palabras son ahora más cautas
que las de ayer:
callan lo sabido
para dar paso a lo ignorado.
Las entonaciones
de infinitas voces del suburbio,
apenas ajenas,
se vuelven comprendidas.
La fisionomía
de una lejana ciudad
deja de ser extraña.
Como pequeños trozos
de un objeto que se ha caído y roto,
dejamos en estos lugares
una cuota de nosotros
que no regresará más.
Llega la noche,
y miles de bombillas
de colores iluminan los cerros.
Suspendido sobre este majestuoso río,
me despido de la ciudad,
caminando por primera y última vez
sobre un puente de cal y canto,
mientras mi memoria evoca
aquella canción que dice:
“No soy de aquí ni soy de allá…”.
Autor
Antonio Carlos Izaguerri
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