Bebe el tiempo,
del insondable infinito,
raudo, veloz y maldito,
dueño y señor, de lo vivo,
traicionero o permisivo,
siempre tenaz y abusivo,
en su inmensa sombra vive,
agazapado, tranquilo,
en su guarida escondido.
El verso cruzó la esfera,
lejos su aliento a su ritmo,
sembró el orbe con su canto,
paro el tiempo en su delirio,
y fue marcando jalones,
al albur, como un sonido,
presto a responder al tiempo,
naturalmente ofendido.
Sembrando ideas se desplaza,
en las alas de su sino,
locuaz, vivaz y sinfónico,
el verso encuentra su sitio,
no se detiene ante el odio,
no le frenan los cuchillos,
y va dejando regueros,
de la esencia de sus giros.
La senda marca el camino,
ni atajos ni encrucijadas,
ni vericuetos ni mitos,
no hay leyendas que detengan,
al verso en su sacrificio,
la voz va dejando huellas,
en el recóndito olvido,
no ceja de ser el mismo.
Las penas son de nosotros,
el tiempo siempre es el mismo,
con el mismo nivel marca,
a todos mide con tino,
su voz es un carrusel,
que enloquece al más altivo,
y no hay muros ni castillos,
que se defiendan de él.
Tiempo voraz y ofensivo,
a veces como la hiel,
otras burlón y ladino,
a nadie concede venia,
no reconoce al cautivo,
su sangre es color de miel,
pero su aliento es nocivo,
su corazón puro vidrio.
Así danza cada ser,
al ritmo que el tiempo marca,
no sabe el tiempo de risas,
solo el amor le detiene,
y a veces, es tan soez,
que se burla hasta del hambre,
junto al amor le combaten,
la sabiduría y el arte.
Que no se detenga el verso,
para que el amor se salve.
Autor
Antonio Carlos Izaguerri