Me he acostumbrado a ver la noche y el día con los mismos
ojos.
A veces pareciera que alguien viene,
porque las sombras se alargan, los pasillos se acortan,
mi tristeza rescata un nombre y una sonrisa.
Me dedico de nuevo a empaparme bajo la lluvia,
a mirar el pasado a través de una fotografía.
Se hace de noche, o mejor dicho, sigue siendo de día.
Ya no hay estrellas en este cielo despejado…
a veces el sol sale, saluda y se oculta.
Déjame en paz, le digo. Vete.
Cuántas palabras me guardo
como para que ahora no sepa decirlas.
Cuánto tiempo es demasiado para sentir,
cuántas veces me he ido para volver.
Asesiné palabras que me ahogaban.
Tenía que elegir entre ellas y yo
y elegí vivir un poco más,
pero ahora me pregunto para qué.
Si a ella la hiere decirle que la quiero,
a mí me mata callarme que la amo.
Será otro crimen que quedará sin resolver.
Es increíble lo fácil que resulta olvidar tus principios
cuando estás tan cerca de la orilla
y abajo se ven muchas manos con ganas de abrazarte.
Esa cálida promesa de una paz eterna que no existe.
Vivir sabiendo que pase lo que pase,
no pasará nada, es demasiado difícil.
No espero que alguien me entienda.
Pensé que estaría seguro dentro de un búnker
sin saber que las bombas las llevaba yo desde el principio.
Exploté adentro, y desde afuera nadie me oyó pedir auxilio.
Puedo mentirle al mundo pero no a mí,
y yo soy a quien tengo que rendirle
más cuentas que a nadie.
Me duermo en un rincón de este desastre.
Echo llave a la puerta y suspiro.
Nadie vendrá esta noche tampoco.
Me convierto en una canción demasiado triste
como una flor que se muere en primavera.
Autor
Antonio Carlos Izaguerri.