Reconocible esencia,
que deja la presencia,
de exquisita fragancia,
perfumada conciencia,
del aliento que emana,
de la fugaz ausencia.
Un efluvio que embriaga,
un suspiro que alienta.
Primavera de encuentros,
que el retoño florezca,
que crezcan sus anhelos,
sus esperanzas nuevas,
elaboradas notas,
que un instrumento enseña,
delicados matices,
que su crecer concretan.
Atardeceres locos,
y madrugadas frescas,
bordadas de enseñanzas,
de anochecidas plenas.
Profundizando el nervio,
en su delirio aumenta,
y es más cálido el beso,
cuando la noche tiembla.
Anocheceres místicos,
de aparente pureza,
salpicados de incógnitas,
complicidad excéntrica,
de inconclusas dialécticas,
y una caricia efímera,
que nace en la refriega,
y el sabor que enajena.
Ha nacido el retoño,
ha cruzado la puerta,
del epicentro mismo,
que gestó su presencia.
Del vientre de los tiempos,
ha nacido un camino,
un rocoso sendero,
una escabrosa senda.
Amaneceres mágicos,
que al corazón despiertan,
que bebe de las noches,
que a las luces se aferra,
con el dolor del parto,
del día que se queja,
sonoro es el bostezo,
con el que el día despierta.
La música se eleva,
cruzando la materia,
va dejando las notas,
en cada mente abierta,
y al olor de los siglos,
de inmaterial presencia,
se han quedado los versos,
mirando hacia el planeta.
Amor de atardeceres,
de amanecer amores,
de anocheceres muecas,
mirar de renaceres,
que observan nuevas sendas.
Autor
Antonio Carlos Izaguerri