Arreció el oleaje de la mar iracunda,
largos brazos airados de premura,
luengos dedos de agua irritados,
masa acuosa, como profunda tumba,
la nave, sobrevive apenas al embate,
de las altivas y orgullosas olas,
recupera la arena la lengua poderosa,
la que le fue arrebatada de su carne,
de su líquida carne con deshonra.
En un amanecer se fue marchando,
yendo se fue de la quemada tierra,
sabor metálico en los sinceros labios,
ronca voz de los cansados órganos,
lágrimas perlando las mejillas flacas,
cansinos pasos, cargados de arrebato,
la rabia va por dentro, muy adentro,
donde solo la verdad se salva,
la curtida piel, de puro tensa sabia.
Caminos transitados sin demora,
la prisa empuja sin paciencia otrora,
y es tan intransigente ahora,
que a fuer de no mirar a lo que vive,
solo se ve lo que se prueba y toca.
Senderos escabrosos que aún persisten,
cargados de esqueléticas auroras,
en el tórrido Sol no sobreviven,
ni la sangre, las vísceras o el alma.
La mar, levanta acuíferas murallas,
farallones de la ira que la embargan,
clama a los cuatro vientos su derrama,
y cesa, el ser humano, o ella no para.
Cansada ya la Tierra de ser tierra,
de ser tumba ya está, la mar cansada.
Partió la nave, pero queda el ruido,
que ensordece palabras y miradas,
queda atrás el invierno de la ira.
Amor, que va al compás de la mañana,
y enredado en la venas que le ensalzan,
no quiere descender a negras simas,
quiere vivir en paz en asonadas,
con la fuerza vital en la que viva.
Autor
Antonio Carlos Izaguerri