Profunda herida en la tierra,
corteza que se desangra,
sabor a sudor y pan,
aromas de flores rancias.
La faz de surcos cubierta,
como roturada huerta,
palabra que así se estanca,
manos sin vista que tiemblan.
Quedó la sombra imperfecta,
flaca verdad que se muestra,
rencores que se quedaron,
inmersos entre las penas.
La tierra tornó a riquezas,
con el sudor de quien piensa.
Sangre de tempranos jugos,
que anega la vida nueva.
Impertérritos los rostros,
esculpidos en madera,
gestos recios congelados,
en unas pétreas caretas,
ojos de ébano perlados,
en frondosas grises cejas,
tersa piel que se desnuda,
en una recia cabeza.
Jirones del corazón,
que entre los latidos cuelgan,
como guirnaldas que son,
de fallidas existencias.
La voz al mando se excita,
con la ira entre las cuerdas
y no detiene la noche,
el dolor en las trincheras.
Detona el tiempo las notas,
de un sortilegio que vuela,
forjando las letanías,
de los engreídos profetas.
El viento no se detiene,
aunque la verdad sea recta.
Amores que se consuman,
entre cenizas y tierra.
El campo de amor se llena,
con la esperanza en las venas
y se suceden los ciclos,
como gira la veleta.
El amor se va ocupando,
escondido entre fronteras,
con el alma entre los dedos,
escurriendo la conciencia.
En el iris los reflejos,
de una vida que se acerca,
con los pasos que respiran,
de un amor sin duermevelas,
mientras se aleja la brisa,
que creció en la primavera.
Autor
Antonio Carlos Izaguerri